Iconoclastia
El estilo arquitectónico y decorativo de los templos cristianos contemporáneos se desarrolla en lineas de sobriedad que apenas permiten la obligatoria incorporación de la imagen central, parece como si el feligrés se hubiese cansado de imágenes abundantes y estuviésemos en una nueva época de iconoclastia muy lejana del recargado barroco cuyos retablos encontramos todavía con frecuencia hasta en iglesias románicas.
Es como si el iconodulismo, movimiento a favor de la presencia de imágenes, y la iconoclastia, movimiento contrario, nos acompañasen alternativamente en nuestra historia católica.
Sabido es que la llegada del románico pleno supuso un enriquecimiento iconográfico de toda índole sobre lo anterior y que al mismo siguió, abad Suger aparte, la revolución cisterciense que no comprendía la justificación de tanta animalada y muestras de vicio y pecado en la Casa del Señor.
Iconoclastia e iconodulismo se mueven pendularmente en nuestros templos como característica diferencial lejos de lo que ocurre en los templos de las otras religiones del Libro e incluso de las modernas concepciones protestantes.
No siempre fue así, en los primeros dos siglos de cristianismo las imágenes de contenido religioso estaban vetadas. Era una forma de diferenciación más en una cultura, la romana en la que incluso se rendía culto a los emperadores venerando sus retratos y hasta sus objetos y se utilizaba el término sagrado para adjetivar el palacio y sus insignias imperiales, en esta cultura iconodulista romana se produjeron esculturas como en los sarcófagos que serán posteriormente fuente de inspiración de artistas cristianos, paleocristianos y medievales.
Leyendas aparte, como la de un retrato nunca visto de La Virgen, a finales del siglo II se produce una primera referencia documental de un retrato del apóstol Juan descrito en su ubicación entre dos candelabros. A esta primera referencia la sigue el hecho de los innumerables mártires cuyas reliquias son guardadas cuidadosamente en relicarios e incluso veneradas. Y estos relicarios irán decorándose progresivamente hasta alcanzar su mayor expresión de realce e iconográfica, como los relicarios de plata de Milán y Tesalónica, en el siglo V ó ya en el siglo VI las “vasijas de Jerusalem” decoradas con temas cristianos. Incorporan estos relicarios su valor sagrado que les es impregnado por las reliquias que contienen.
Sorprendentemente, en el siglo VI y no antes, aparecen, casi simultáneamente, en diversas ciudades del orbe “romano” los iconos denominados Cristos “aquiropitos” , llamados así por ser su autoría imputada al mismo Jesucristo. Estos iconos son venerados por los emperadores de turno, lo que corrobora su intención de sacar provecho de este culto y apropiárselo. Y es en el siglo VI cuando el gobierno de Constantinopla incorpora el culto a las imágenes al repertorio oficial, haciendo de ello un asunto de estado y provocando así el enfrentamiento entre partidarios y detractores, enfrentamiento que verá su culmen dos siglos después. Obviamente la posible idolatría que podía conllevar el culto a las imágenes era el eje sobre el que razonaban los iconoclastas. Razonamientos incluso bastante anteriores pues consta que ya en el año 300 se debatió el asunto en el Concilio de Elvira (Granada), en el que, de acuerdo con la tesis bíblica, se llegó a prohibir la presencia de imágenes en los templos, si bien las conclusiones de este concilio regional tuvieron escasa repercusión, entre otras cosas porque durante los siglos comentados la institución eclesial pasaba del tema y dejaba hacer a su aire a unos y a otros, actitud que seguía también el emperador hasta la llegada de Justiniano.
Hasta el siglo VI, pues, entre los cristianos se daban las dos corrientes, sin que existieran enfrentamientos importantes al respecto. A partir del siglo VI y hasta el siglo VIII, época de godos y de bizantinos se produce un importante desarrollo de la iconografía, del iconodulismo, como consecuencia de que los emperadores bizantinos de esa época fomentaron la imaginería en forma hasta exagerada, eran frecuentes los iconos y demás muestras en los que el emperador e incluso la familia imperial participaba en escenas sagradas, fueren meros retratos u otros motivos, junto con La Virgen o Jesucristo, y fue abundante la representación de imágenes sagradas en las monedas, como aquella en la que Dios se representaba en una cara y el emperador, incluso con la cruz a cuestas, en la otra, lo que se vió interrumpido en el siglo VIII en Bizancio con la llegada de emperadores iconoclastas, cuando todavía se representaba en una cara al emperador y en la otra la Cruz. Mientras tanto, los árabes del siglo VII tampoco se quedaron atrás a la hora de “sacralizar” la numismática. A Abd el Malek se le reconoce como reformador de la misma por la profesión de fe que incorpora a su sello, es como el “In God we trust” del iconodulismo americano.
Así las cosas, llega al trono imperial Leon III, admirador de los árabes y asesorado por los judíos en un ambiente en el que la Iglesia empieza a mirar con reserva el exceso de imágenes y el partido iconoclasta tiene gran fuerza. León III (717-741) es el primer emperador iconoclasta aunque no es sino con Constantino V, su hijo, asociado y sucesor, cuando comienza la persecución de las imágenes.
León III elimina la Cruz de las monedas como primera medida, aunque no del todo, sustituyéndola por efigies de la familia imperial, con un objetivo dinástico, por cierto, pero ni el uno ni el otro suprimieron el culto a la cruz, a la que incluso instalaron en la puerta, “calké”, de su palacio sustituyendo, eso sí, a una anterior imagen de Cristo que había en el mismo lugar, quizás pretendiendo presentar la realeza de Cristo en la tierra como menos personal, potenciando su propia soberanía como absoluta..
Aunque ya en el 730 el emperador había celebrado un consejo imperial del que se derivó el edicto que prohibía los iconos, el mismo no fue sancionado hasta el concilio celebrado en su palacio en el 754, momento en que comienza a aplicarse efectivamente el edicto y a practicarse las persecuciones, la guerra contra las imágenes, un periodo que durará hasta el 843 siendo emperatriz Teodora, y que se verá interrumpido entre el 780 y el 815, en que eventualmente se volvió al iconodulismo.
El periodo iconoclasta coincidió así con Carlomagno al frente de su Imperio que tuvo buen cuidado de mantenerse al margen del mismo, aunque sin duda afectó la proliferación de las imágenes en los templos, una proliferación que estalla a partir del 843 y que dará pie, entre otras cosas, a la riqueza iconográfica de nuestro románico pleno.