El cambio más importante que aporta el románico, de cualquier manera, es una forma diferente de concebir el templo. Anteriormente la iglesia disponía de dos lugares bien identificados, el santuario con su altar donde se celebraba la liturgia de la Eucaristía y la nave, donde se celebraba la liturgia de la Palabra.
Ambas zonas establecían una separación tajante de los lugares que debían ocupar clérigos y laicos, recogiendo así una disposición iniciada en los egipcios, recogida por los coptos y los bizantinos y trasladada a Occidente.
Delante del separador, que si en Oriente era un muro cerrado que ocultaba la visión del santuario y que permitía al seglar continuar la ceremonia solo al escuchar los cantos, rezos y diálogos de lo acontecido al otro lado, y que en occidente lo formaban cortinajes y los iconostasios ubicados a cada lado, delante, decimos, se ubicaba el “ambón” en el centro, delante del público., Desde el ambón los celebrantes, tras un desplazamiento casi procesional, leían el Evangelio, o entonaban los cantos según requería el Oficio que se celebraba, o difundían los sermones.
El ambón era un elemento mueble, de madera, de gran capacidad espacial que ocasionalmente se dividió en tres espacios diferentes para practicar cada contenido en el espacio correspondiente.
Frente a esta concepción de templo dividido, el románico aporta la unicidad propia de la Jerusalem Celestial apocalíptica en la que el fiel comparte el lugar y puede contemplar el altar no solo desde la puerta oeste más alejada, sino desde cualquier lugar de la nave del templo, y donde el muro separador es sustituido por el arco triunfal. En el templo románico el ambón ha desaparecido, o se ha trasladado al púlpito en parte, o ha sido sustituido por atriles.
Diciembre 2010