Marzo 2013. Mil años nos contemplan
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Mil años nos contemplan
Cuando en 1.080 Alfonso VI impone en Gamonal (Bu) la reforma romana en todo su reino a costa del rito hispano y da paso a la invasión cluniacense en sus territorios, lo que está haciendo no es sino adoptar un posicionamiento político y social que le permita, lo que en términos actuales diríamos una mejor “gobernanza” de su vasto imperio hispano, para así afrontar, como hizo, aunque no supiese mantenerlo, la imposición de su reinado sobre las taifas musulmanas ya subyugadas por las parias.
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Alfonso VI no era el personaje piadoso, ardiente defensor de los criterios papales como lo había sido Sancho Ramírez en Aragón o su mismo padre Fernando I de León, sino el monarca que, a costa de sus hermanos, había conseguido concentrar en sus manos el poder sobre los reinos de León, Castilla y Galicia, así como sobre lo que hoy llamamos País Vasco. En 1.080, Alfonso VI era el “Emperador de toda España” y la única forma de gobernar su territorio era la descentralización basada en los contratos de vasallaje, y, en consecuencia, en el feudalismo.
El Emperador entroncó así con una estructura sociopolítica surgida en lo carolingio y ofrecida en el siglo X por el Duque de Aquitania a sus nobles borgoñones al hacerse cargo de esta región, estructura en cuya implantación y desarrollo jugó un papel fundamental el clero, liderado, en este caso, por la orden cluniacense que el duque había impulsado desde su fundación y que alcanzó su mayor identificación cien años más tarde con el abad Hugo de Semur, precisamente en coincidencia cronológica con el precitado congreso de Gamonal.
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Sin la menor duda, no fue ésta, la social, la única consecuencia. Alfonso VI tuvo la oportunidad de fomentar el Camino de Santiago con todas sus aportaciones culturales, y, entre ellas, la introducción del arte románico en sus territorios, precisamente de la mano cluniacense, principal fuente de los modelos constructivos y decorativos románicos gracias a la implantación en su red de abadías, lo que le permitía disponer de los mejores artífices, aunque de cara al vulgo mantuviesen su anonimato.
Pero ni fueron los cluniacenses los únicos protagonistas del románico, ni fueron sus mensajes catecumenales los únicos presentes en los edificios que, levantados gracias al esfuerzo local en buena parte de los casos, sirvieron al culto además de a otras funciones civiles, al margen de los monasterios y colegiatas ajenos a cometidos laicos, en cuyas representaciones iconográficas se mezclaban filosofías cristianas de diversas procedencias.
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