En su descripción nos dice que la estética, desde la música en su concepción pitagórica, no es sino una matemática encarnada en lo sensible. Como sabemos, el módulo, la “modulatio”, está presente por doquier en la Edad Media haciendo absolutamente necesario admitir el carácter “musical” de todo aquello que es múltiple en la unidad. En este sentido las formas subsisten gracias a la armonía, es decir, a la relación constante que unifica las partes de un todo, que permite que cada parte concuerde perfectamente con las otras.
La luz es fuente de belleza pues es la sustancia misma del color al tiempo que la condición exterior de su visibilidad, y es también la fuente del calor, del calor interno. Así la luz se relaciona con ese principio de calor vital, que obtiene su fuerza del alma.
Adicionalmente, si la cantidad, alusión a la matemática, es la expresión de la materia, la luz es la manifestación de la forma, de la corporeidad en general.
El mundo se mueve entre dos polos: donde la materia informe es primordial y se deja impregnar por la energía luminosa nos encontramos con la luz física pura y allí donde la luz es menos dominante aparece la sustancia terrestre. Todas las sustancias corporales están situadas entre los dos extremos de la realidad en función de la luz, entre el oscuro centro de la tierra y la luminiscente bóveda del cielo.
Hacia finales de la Alta Edad Media, San Alberto Magno y San Buenaventura abundan en la importancia del aspecto metafísico de la belleza, desarrollando conceptos que ya habían sido elaborados por Juan Scoto el Eriúgena.
La belleza de lo espiritual exige la reducción del color a la luz espiritual, es decir, al resplandor metafísico de la forma y la reducción de la proporción cuantitativa al orden en cuanto tal.
La estética metafísica conduce al simbolismo. Si la belleza no es otra cosa que el resplandor de la forma, de la ley, de la esencia, de la idea y de la unidad sobre la materia que irradia en su interior y hace brillar en el exterior, parece evidente que la apariencia sensible no pueda ser sino el símbolo de un principio simple, material y metafísico. Este simbolismo medieval es a su vez teológico y filosófico en la medida en que aúna su imagen pero busca la justificación racional.
Y finalmente, con un mayor desarrollo post-románico se desarrolla la idea de estética alegorista.
Pero ese símbolo hacia el que hemos dirigido nuestra estética medieval, ese “ejemplo” con el que queremos demostrar algo o destacar una idea implica en sí mismo la expresión de cierto inconsciente, debe existir cierta identificación de un modo inconsciente de pensamiento, que puede ser diferente en el espacio y en el tiempo. Y en este sentido, haciéndonos eco del pensamiento y de las palabras de Jacques Ranciere (“El inconsciente estético”. ed. del estante, 2005) identificamos la “estética” como un modo de pensamiento que se despliega a propósito de las cosas del arte y al que le incumbe decir en qué sentido éstas son objeto de pensamiento”.
Pero, además,
“Las obras de arte, las figuras, sirven para probar que hay un sentido en lo que parece no tenerlo, un enigma en lo que parece evidente, una “carga de pensamiento” en lo que aparente ser un detalle anodino. Estas figuras no son los “materiales” sobre los que la interpretación analítica prueba su capacidad de interpretar las formaciones de la cultura, sino que son los testimonios de la existencia de cierta relación entre el pensamiento y el no pensamiento, de cierto modo de presencia del pensamiento en la materialidad sensible, de lo involuntario en el pensamiento consciente y del sentido de lo insignificante”
Estamos ante la presencia del inconsciente,
“Al analizar el arte se incia la querella de varios inconscientes, de varias maneras de vincular la interpretación del arte con la del mundo que produce el arte o del cual es testimonio”.
Comprender así el símbolo románico, lealmente, obliga a intentar comprender el pensamiento que originó el mismo, que lo creó. Los ojos del románico del siglo XXI deben ser capaces de adaptarse a lo de los creadores del arte de los siglos XI y XII depurando las malversaciones ideológicas que hayan podido afectar al inconsciente en el interludio.