|
|
UN CÓDICE PARA LA REINA: EL LIBRO DE LOS TESTAMENTOS
Carlos Miranda García-Tejedor
El Libro de los Testamentos (Oviedo, Catedral metropolitana) es un cartulario, es decir, un códice que reúne el conjunto de donaciones, exenciones, privilegios y documentos legales de un lugar, en este caso de la catedral de Oviedo, cuyo comitente fue el obispo Pelayo (1098-1130 y 1142-1143) y cuya realización se llevó a cabo en el scriptorium catedralicio con gran rapidez a comienzos del reinado de Urraca de León y Castilla (1080-1126), esto es, alrededor de 1109 y 1112, en que el obispo reelaboró, por razones políticas y de independencia de la sede ovetense frente a la de Toledo, cuyo arzobispo, Bernardo de Cluny (1086-1124), pretendía que fuera sufragánea, la documentación de aquélla, mandando trasladar los privilegios antiguos o estropeados a un cartulario nuevo, mostrando así su antigüedad e importancia.
Una vez asegurados los privilegios de la sede asturiana, se paralizó la labor de realización del códice, quedando de manifiesto su carácter pragmático, más allá de la mera labor recopiladora de documentos. En este sentido, gran parte de la crítica, sin pruebas claras, ha acusado de falaz y manipulada la documentación presentada por Pelayo sin un método que abarcara distintas disciplinas y, sobre todo, sin detenerse a comprobar los textos que sirvieron de base a este cartulario, que se encuentran tanto en documentos anteriores −algunos perdidos, pero retomados en obras escritas después−, del riquísimo scriptorium ovetense, y posteriores conservados en el Archivo de la Catedral de Oviedo como en otras instituciones, y que dan una idea cabal de la veracidad de los escritos recogidos en el Libro de los Testamentos o, por lo menos, de un desinterés por engañar; es más, noticias que no aparecen en crónicas contemporáneas −especialmente, por falta de documentación en su elaboración− son consecuencia del celo de Pelayo hacia la sede ovetense, como demuestra su labor de recopilación exhaustiva, según puede comprobarse por la confirmación documental de muchas de ellas; en caso de algún texto considerado espúreo, la explicación se encuentra en que Pelayo habría mandado transcribir sin un sentido crítico −que, por otro lado, hubiera resultado anacrónico− documentos que, previamente, ya contenían interpolaciones. De todas formas, debe tenerse en cuenta la época y que textos con interpolaciones y modificaciones eran un hecho frecuente tanto en crónicas como en cartularios desde inicios de la Edad Media, como demuestran, entre otras, las Decretales de Isidoro Mercator o Pseudo-Isidoro, confeccionadas en el siglo IX por un grupo de clérigos en el reino de los francos. Y, por el otro, como ya se ha apuntado, en que para la búsqueda exhaustiva de documentos que aseguraran la primacía de la Iglesia asturiana, Pelayo debió basarse, a veces, en fuentes ya corruptas, sin tratar, por ello, de realizar una falsificación intencionada. Asimismo, se percibe su control en el trabajo de pendolistas y pintor, tanto en su exigencia de un producto de alta calidad, como en el labor directa de copia
|
|
En este sentido, uno de los aspectos más destacables del Libro de los Testamentos reside en sus pinturas: ejecutadas, probablemente, por uno de los escribas, el subdiaconus y canonigus Pelagius, que destaca entre los pintores de manuscritos hispanos del momento por una asombrosa inventiva a la hora de representar arquitecturas fabulosas que, sin embargo, no son inusuales en la decoración de códices, según puede verse en ciertas tablas de cánones, como en la de un evangeliario realizado en el primer cuarto del siglo XII en Rosellón o en Cataluña (Perpiñán, Bibliothèque municipale, ms. 1, f. 12r.). Ahora bien, Pelagius aplicó estas fantasías arquitectónicas prácticamente en casi todas las pinturas del códice combinando motivos de origen clásico y septentrional, reinterpretándolos y adaptándolos a un contexto diferente, con lo que demostró una inventiva singular. Debe apuntarse igualmente las grandes dotes de colorista de Pelagius, así como su dibujo arcaizante, lo que podría ponerse en contacto con las pinturas de beatos, dado el gran prestigio que estos libros tuvieron para monarcas y grandes prelados de los reinos hispanos occidentales. Como se ve a lo largo de las pinturas del manuscrito, Pelagius dispuso de modelos de origen antiguo y conoció imágenes de poder del imperio carolingio u otoniano, así como de las recopilaciones canónicas hispanas −que podían proceder de las colecciones regias o de las de algún monasterio importante de la zona, ya sea de Oviedo, León o Sahagún, donde debió de formarse− consiguiendo crear composiciones totalmente personales y ricas, teniendo en cuenta las limitaciones del tipo de libro que pinta. A ello, debe añadirse la cantidad de imágenes que posee este tipo de códice tan escasamente receptivo a contener pinturas. Sin embargo, si se tiene en cuenta su iconografía, debe verse en esto una relación muy estrecha entre poder y arte, ya que la mayor parte de las pinturas que ocupan todo el folio son retratos laudatorios de los reyes de la monarquía astur-castellano-leonesa por parte de la Iglesia, antecesores de la reina Urraca para quien, seguramente, estaría destinado el códice, con el sentido ejemplarizante de recordarle el especial trato que de sus antepasados recibió la sede ovetense y el que ella podía otorgarle en un momento tan crítico, sin excluir por ello –más bien reforzándolo– los privilegios y donaciones recibidos de papas, obispos, nobles y otras personas sin título.
Todas estas pinturas siguen el concepto de retrato durante la Alta y Plena Edad Media, influido por el pensamiento plotiniano, en que debe representarse los rasgos de una persona no fidedignamente, sino afirmar una idea, llevando el modelo hacia la esquematización. Así, prácticamente sólo es necesario indicar −más que representar− la identidad del personaje mediante detalles significativos, fácilmente descifrables, incluso, escribiendo el nombre completo junto al retratado. Más que al individuo, rey, papa u obispo, se representa el tipo y su función, haciendo que el retrato exista para sí mismo y para los demás para siempre, portando un sentido convencional que puede identificarse inmediatamente: los retratos ya no son simples imágenes, sino «imágenes-signos» que se dirigen más a la inteligencia que a los ojos, dado que indican el conocimiento previo de un código.
|
|
Una característica verdaderamente sorprendente es el aspecto decididamente relevante que se da a las reinas, alguna con una biografía escasamente documentada cuando no dudosa. Por lo general, aparecen nimbadas para resaltar no la santidad, sino la importancia del personaje, aspecto tomado de la iconografía romana y que adoptará, igualmente, el cristianismo. Asimismo, pueden mostrarse sentadas en un trono de tijera, lo que las eleva por encima del nivel del suelo, más suntuoso que el de los monarcas, cuyas partes superior e inferior, en ocasiones, están rematadas por cuerpos de leones, como posible alusión al trono de Salomón (I Reyes 10, 18-20), además de hacer relación a la realeza. No es infrecuente la presencia de ayudantes, como la pedisequa y la cubicularia: a veces, como en el caso de Mummadona, sostienen una rica tela detrás de la reina en una escena de presentación de poder regio, que se implementa con otra de carácter epifánico por las grandes cortinas desplegadas, motivo de inspiración helenística que servía para cubrir o desvelar estatuas, constituyendo un accesorio indispensable del culto del emperador, creando un aura y cambiando la simple visión de una figura en epifanía, es decir, en aparición ritual de la persona venerada. El velum recogido marca el instante en que comienza una revelación, que podía ser una visión facies ad faciem de la divinidad o del gobernante. Su origen, pues, debe buscarse en el ceremonial romano de corte de la Baja Antigüedad. El trono imperial en la sala de audiencia del palacio, desde tiempos de Constantino y por influjo oriental, estaba cubierto por cortinas que se abrían cuando el emperador se sentaba para comenzar a despachar. Además, la reina puede aparecer al mismo nivel que el rey, como puede verse en la pintura de de Ordoño II (914-924) donde la reina Tarasia toma junto con su esposo el testamento, en una posición similar a la del rey Cnut y la reina Aelfigu en el Liber Vitae de New Minster (Londres, The British Library, Stowe Ms. 944, f. 6r.), flanqueados por la pedisequa y el armiger, cuyas posiciones son prácticamente simétricas
Finalmente, el Libro de los Testamentos marcará la pauta de otros cartularios hispanos, como el Tumbo A (Santiago de Compostela, Archivo de la Catedral), iniciado en 1129 con una intención similar, y el posterior Libro de las estampas (León, Archivo Catedralicio, Cod. 25), anterior a 1205.
Nota: El presente texto se publica por mediación de M.Moleiro Editor, editores del facsímil del "Libro de los Testamentos". |
|
|