Nuestro Maestro Cantero románico se había alegrado siempre de hacer lo que hacía por el valor intrínseco de su trabajo, que le permitía tener una retribución regular alimentando a su familia sin sobresaltos. No era solo por eso que se sentía feliz con su trabajo. Estaba claro que no le permitirían firmar sus obras, al menos mientras trabajase o desease trabajar para los monjes negros, pero disfrutaba de la popularidad e imagen personal que su trabajo le concedía tanto entre los allegados que le veían trabajar cada día como entre los posibles nuevos comitentes a los que, además, había dejado su autorretrato en la obra. Sí, sin falsas modestias, el valor extrínseco de su trabajo también le recompensaba, y a quien no…!!! Pero había algo más, algo que colmaba de satisfacción su ego interno, algo que solo a través de señales indirectas se podía apreciar en su semblante. Nuestro Maestro Cantero era feliz, quizás sobre todo, porque con su trabajo creaba líneas de comunicación trascendentales que contribuían a mejorar la calidad de vida en su entorno. Nuestro Maestro Cantero había apreciado que su trabajo le gratificaba especialmente porque en sí mismo ya era trascendente. Curiosamente, la satisfacción por la “trascendentalidad” de nuestro trabajo es hoy todavía un valor del mismo, entendiendo por trabajo la actividad humana en su contexto más amplio; una trascendentalidad que alcanza su máximo valor en las consecuencias de su trabajo para nuestro Maestro Cantero románico. Desgraciadamente, no todo el mundo lo aprecia, hay coleccionistas de mariposas que solo encuentran satisfacción completando su colección, sin más. Diría que es el caso de los estructuralistas; no es que su trabajo no sea trascendental, que lo puede ser, es que no van más lejos de la aportación del dato y, por tanto, no experimentan la satisfacción del análisis de su valor, del obtener consecuencias, de definir estrategias, y así se amodorran cayendo cada vez más en la sima de la inutilidad. Recuerdo la primera lección de Estructura Económica impartida cada curso por nuestro muy querido Sampedro y nunca olvidaré su invitación a asomarnos a la ventana del mundo para conocer su precisa composición, por ello, no me extrañó nunca que en una etapa más avanzada el ilustre profesor abandonase la enseñanza de la economía para avanzar por otros derroteros más trascendentales. Deberíamos agradecer el esfuerzo a los coleccionistas de crismones, galerías y danieles de la misma forma que apreciamos su incapacidad en la apreciación de lo trascendente, y por tanto, su polio mental, enfermedad contagiosa, por cierto… y por lo visto. Claro, que siempre nos quedará un Forrest Gump al que acudir en un último intento de salvación. Un Forrest Gump que en su simpleza no aprecie la trascendencia de lo que hace. Aunque no sea el caso, porque para serlo hay que ser humilde. La figura Forrest encuentra su antecedente en Polonia, de la mano de Sienkiewicz, el de “Quo Vadis”, no por su best seller, sino por los muy populares cuentos que narraban las andanzas de un soldado máxime representante de la simplicidad. Ejemplo, por cierto, que fue recogido hace muchos años en una magnífica serie de la 2 titulada “Simplicíssimus”. “Simplicísimus” es para mí un buen modelo de conducta, exagerado pero válido pues a la postre todos tenemos limitaciones, lo que ha hecho que usase este sobrenombre hace años en alguna ocasión fórica, quizás en otro foro. Por ello, ha sido muy grato ver que resurge, ahora respaldado por otro querido amante del románico. Para escoger lo simple, en primer lugar hay que tener paz espiritual y dominio de la situación. Por eso, el coleccionista de mariposas no puede serlo cuando en su actividad diaria es abandonado por sus compañeros, quizás por sus secuaces si es cierto lo del pucherazo. Academicismo?, estructuralismo?, quien sabe…pero tampoco debemos poner detrás de eso las consecuencias de una estrategia de implantación de contenidos espirituales que no pudo ser por no haber jugado limpio. En fin…”tempus fugit”, “Ars longa, vita brevis”. Saludos.
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