En el primer caso, el de las grandes cantidades, las sumas se pagaban en monedas de curso legal, entendiendo como tales las monedas de gran valor, oro o plata, que se acuñaban en las cecas. Pero tales monedas, que quizás fuesen las que guardaban los usureros en las bolsas colgadas al cuello como aparecen en la iconografía románica, no eran de uso diario. ¿Entonces?
Fuera del curso legal existían monedas humildes de valor facial generalmente aceptado por la sociedad, quizás porque tal valor coincidía con el de los “metales” que las formaban. Aquellas “monedas humildes” no tenían reconocimiento oficial y solo se utilizaban para pequeños pagos; en algunos casos, como el de los servicios prestados por los monjes y sacerdotes, originaban su acumulación por los mismos antes de ser “cambiadas” por monedas de curso legal en las que respaldar sus riquezas.
Mención aparte merecen también las monedas funerarias. Éstas eran piezas con agujeros por los que se hacía pasar un hilo metálico que permitía unirlas a los cadáveres como recuerdo o vaya usted a saber; su frecuencia era tanto mayor cuanto más rico era el difunto y su familia. Pero en época románica los sarcófagos, de piedra, eran multiuso y cuando se reabrían para alojar nuevos cadáveres volvían a aparecer aquellas monedas agujereadas que eran ahora recuperadas, decenios después del primer óbito, y puestas en circulación.
La imagen sobre el tema termina con los peregrinos, cuyos avatares les desaconsejaban, por seguridad sobre todo, pero también por pragmatismo, el recorrer la senda cargados de monedas de las de curso legal, situación que se resolvió con las primeras apariciones de las letras de cambio y de los primeros banqueros, gracias a la intervención, especialmente, de los Templarios.